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La tragedia de Ayrton Senna en Tamburello

Ayrton Senna en la temporada 1994

La tragedia de Ayrton Senna en Tamburello

San Marino, el Gran Premio maldito

Rafael J. Ramos Vázquez  (*)

En el calendario de Fórmula Uno de  1994 se corría el 1 de mayo, en Imola, el Gran Premio de San Marino.

Previo al evento, habían ocurrido dos funestos percances.  El viernes Rubens Barrichello se había estrellado aparatosamente en las prácticas y milagrosamente salió con vida.

Al día siguiente,  sábado, el piloto austríaco Ronald Ratzenberger,  en la sesión de clasificación, perdió  la vida en un brutal accidente, por lo que el ambiente previo a la carrera del domingo no era el mejor.

Este infortunio conmocionó a los pilotos, sobre todo a Ayrton Senna, quien siempre luchó por la seguridad de los corredores.

El domingo a la hora programada,  inicia la carrera. Senna conducía un Williams. En la vuelta número 7, en una recta rodaba a gran velocidad, al llegar a la curva llamada Tamburello, al intentar doblar, se  rompe la barra de dirección del monoplaza, saliendo en línea recta de la pista, e impactando de lleno a más de 200 kilómetros por hora en un muro de concreto, desintegrándose el carro.

Por el impacto se desprenden  varias partes y la rueda delantera derecha golpea su cabeza, pero una tuerca de la llanta se impacta en su casco atravesándolo, rompiéndole el cráneo con tal fuerza que sufre pérdida de masa encefálica.

Cuando los primeros auxilios llegan, el piloto ya estaba en coma. Es sacado del vehículo y puesto en el suelo para prestarle los primeros auxilios. Yacía inmóvil.  Un doctor que lo atendió en esos fatales instantes comentaría luego: “suspiró profundamente, se relajó y falleció”.

En el muro de concreto de Tamburello, Senna perdió la vida, pero ganó la inmortalidad. Murió en una pista de carreras como él hubiera querido.

En el interior de su destrozado carro se encontró la bandera de Austria, país natal de Ratzenberger, a quien el carioca pensaba  rendirle honor póstumo después de la carrera. No lo logró.

La muerte de Ayrton estuvo llena de misterios. Se abrió una investigación para deslindar responsabilidades, y en el año 2007, un veredicto confirmó que el motivo del trágico choque fue el rompimiento de la barra de la dirección del auto. No se señalaron culpables.

Así, el mundo del automovilismo perdió a uno de los más talentosos pilotos de la Fórmula Uno; para muchos, el mejor.

Al inicio de esta centuria se realizaron dos encuestas: la primera,  por los medios de comunicación del país amazónico, para elegir al héroe nacional, y  el ganador fue Senna; la segunda se realizó entre los conductores de la categoría reina del automovilismo para que eligieran a quien consideraban el mejor piloto de todos los tiempos. A criterio de los encuestados, por inmensa mayoría,  el ganador fue Ayrton.

Estoy seguro que si el paulista no hubiera fallecido a temprana edad (34 años), todos los récords de la Formula Uno serían de él. El mayor pecado del brasileño, un hombre siempre orgulloso de su religión, fue ser veloz.

“Nada puede separarme del amor de Dios”, está escrito en  la lápida donde descansa Ayrton, en el camposanto de Morumbi, en la cosmopólita ciudad de Sao Paulo, Brasil.

Estoy seguro que en el cielo, en el lugar donde está su morada, en lo más alto del podio existe una inscripción en letras de oro,  que dice: “¡Senna siempre!” Lo recordamos, hoy 1 de mayo, y eternamente.

Mérida, Yucatán, mayo de 2018.

Abogado y empresario

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